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Stuart Weitzman, el ingeniero del calzado que se enamoró de España

Nació en 1942 en Massachusets, en el seno de una familia de zapateros. Sin embargo, el empresario decidió que lo que quería en la vida era triunfar en Wall Street, pero finalmente acabó gestionando el negocio familiar.

Silvia Riera

23 abr 2019 - 04:47

Stuart Weitzman, el ingeniero del calzado que se enamoró de España

 

 

Más que Manolo Blahnik, si un diseñador de calzado ha situado el made in Spain en el lujo, este ha sido Stuart Weitzman. Hasta hace poco no era difícil toparse con él por las calles de las localidades alicantinas de Elda y Petrer, ni tampoco entablar conversación en un perfecto castellano, eso sí, con acento de Nueva York.

 

Durante mucho tiempo alternó su residencia en la ciudad de los rascacielos con sus estancias en estas poblaciones de la costa levantina, cunas del calzado en el país y donde levantó sus fábricas. Hasta 2015, cuando Tapestry (entonces aún Coach) se hizo con la marca, Weitzman estuvo al pie del cañón. Se considera medio español y no dudaba en escaparse en los ratos libres que tenía en sus estancias en España a degustar un arroz a banda.

 

Weitzman no es un diseñador de calzado, sino un empresario, un artesano y un industrial. Nació en 1942 en Massachusets, en el seno de una familia de zapateros. Su padre, Seymour Weitzman, era fabricante de calzado, con una factoría en la localidad de Haverhill, y pasó toda su niñez inmerso en técnicas de producción. Se dice que su curiosidad le hizo conocedor de cada detalle del zapato.

 

 

 

 

Pese a crecer rodeado de zapatos en Seymour Shoes, Weitzman decidió que lo que quería en la vida era triunfar en Wall Street y estudió en la Wharton Business School. Sin embargo, terminó siendo un empresario del calzado hecho a sí mismo. Las repentinas muertes de su padre y de su hermano mayor le pusieron al frente del negocio familiar. En 1965, Weitzman tomó las riendas de la empresa y, seis años después, recaló en España en pleno boom de distribuidores estadounidenses en busca de costes más bajos.

 

Su principal obsesión fueron las hormas, que consideraba la pieza maestra del calzado. Como si de un trabajo de ingeniería se tratara, construía cada zapato en torno a este elemento con miras a ganar la máxima comodidad. Weitzman decía que un tacón de nueve centímetros no iba a tener nunca la comodidad de unas deportivas, pero que hay tanta técnica en él que se puede conseguir que sea confortable.

 

Su otra obsesión cuando estaba en activo era hacer que aquel zapato fuera realmente sexy, porque bajo la máxima de que lo sexy vende, defendía a rajatabla que cuando en la moda se incorpora este elemento se obtiene rédito de ello.

 

 

 

 

De su alma de bróker en Wall Street le quedó contabilizarlo absolutamente todo. Calculaba, por ejemplo, que le costaba 8.000 dólares atraer a una nueva clienta a la tienda, en base a su inversión en publicidad y relaciones públicas.

 

Consideraba así que quien entraba en la tienda no sólo debía comprar, sino que debía regresar para comprar aún más. Uno de sus grandes hitos fue la sandalia del millón de dólares, que no fue otra cosa que una espectacular campaña para conseguir lo que nunca hubiera logrado con la publicidad convencional: que su nombre llegara a mil millones de personas.

 

Vendió la empresa porque no había relevo generacional. Ninguna de sus hijas quiso dedicarse al calzado. No obstante, trabajador incansable y hombre inquieto por naturaleza, Weitzman se mantuvo al frente de la dirección creativa de la marca hasta que Tapestry dio con su sucesor. Y, desde entonces, tampoco ha dejado España, donde se ha convertido en uno de los mecenas de La Garma, uno de los tesoros de la arqueología de Cantabria.

 

A pesar de que la empresa familiar le cayó por accidente, Weitzman siempre fue un entusiasta del emprendimiento. Lo tomó desde el principio como una pasión y como un hobby más que como un negocio, de la manera en que no se cuentan las horas.