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Miuccia Prada y Patrizio Bertelli, el matrimonio que revolucionó el lujo

Iria P. Gestal

8 oct 2015 - 04:53

Prada-Bertelli, el matrimonio que revolucionó el lujo

 

En el número 21 de la Via Bergamo se alza un edificio de hormigón gris que no levanta sospechas en medio de la industrial ciudad de Milán. Tras una puerta de roble sin cartel alguno se esconde la sede de una firma que revolucionó el lujo para siempre. Entre paredes de cemento desnudo, Miuccia Prada y Patrizio Bertelli gestionan la compañía que, en medio de un sector construido en la extravagancia, prodiga el elitismo intelectual.

 

Cuando, en 1978, Miuccia Prada se hizo cargo del negocio familiar, un establecimiento de objetos de lujo fundado por su abuelo Mario medio siglo atrás, la compañía parecía abocada al fracaso. Nacida en el seno de una familia de la alta burguesía milanesa, Maria Bianchi Prada (hoy conocida como Miuccia) se había doctorado en Ciencias Políticas, había estudiado cuatro años para convertirse en mimo y era abiertamente comunista y feminista. Su única experiencia con la moda eran los trajes de Yves Saint Laurent que colgaban en su vestidor. Pese a sus objeciones morales, asumió la dirección de la empresa, pero al cabo de un año ya pensaba en abandonar. Apareció entonces Patrizio Bertelli, un fabricante de artículos de cuero de la Toscana que complementó con talento empresarial la creatividad de Miuccia y, juntos, comenzaron la revolución.

 

En 1979, los bolsos de lujo se llamaban Kelly, Birkin y 2.55. Productos de piel, creados por artesanos de dos de las mejores casas francesas. Prada rompió las normas, creando una mochila hecha de nailon negro y con una placa con el nombre de la empresa familiar como único adorno. Costaba sólo 400 euros. Era la antítesis del lujo y, tras una fría reacción inicial, arrasó. “Falsificar el lujo hoy es muy sencillo, pones algunos detalles del pasado de la marca, un poco de oro y ya está. No puedo soportarlo. La gente realmente lujosa odia la ostentación”, dijo Miuccia Prada en una ocasión.

 

Bertelli le convenció para lanzar también una línea de zapatos y, más tarde, una colección de moda femenina, masculina y una segunda linea, Miu Miu, el apodo familiar de Miuccia.

 

Mientras ella llevaba el feísmo a las pasarelas, él gestionaba la empresa con mano dura, cancelando líneas, aunque fueran rentables, y controlando incluso el menú y los uniformes de los empleados.

 

Prada pasó de facturar 22 millones de euros en 1991 a superar los 660 millones seis años más tarde. La alianza Prada-Bertelli era un éxito, también en el terreno personal: tras ocho años viviendo juntos, se casaron en 1987 sellando uno de los enlaces más sólidos y fructíferos de la industria. 

 

No sólo en Prada demostró Bertelli su olfato para los negocios. Mientras capitaneaba Prada, el empresario tenía en su cartera el 10% de las acciones de Gucci, su máximo competidor. En 1999, cuando Bernard Arnault comenzó su ofensiva para comprar Gucci, pagó a Bertelli 120 millones de euros por las acciones. Al final, LVMH se quedó sin Gucci (que pasó a manos de PPR) y Bertelli obtuvo el efectivo suficiente para seguir construyendo un imperio. Se hizo con el 51% de Helmut Lang, una parte de Church’s y una participación en Jil Sander.

 

El negocio iba viento en popa, pero el cambio de siglo tenía preparado también un nuevo giro en el rumbo de Prada. Jil Sander abandonó su firma y la fuerte apuesta por el retail de Prada ahogó a la compañía en deudas que igualaban su cifra de negocio. En 2001, Bertelli trató de sacar la empresa a bolsa, pero tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York se canceló el salto al parqué. Tras otros dos intentos fallidos, en junio de 2011 Prada comenzó finalmente a cotizar, esta vez en la bolsa de Hong Kong y su beneficio se disparó, ese mismo año, un 72%. Tras unos años boyantes, cuando la firma compró un palacio en Venecia para instalar su fundación y su colección de arte moderno, Prada no ha vuelto a ser la misma. Desconectado del mercado y de los nuevos consumidores, el matrimonio parece ahora aislado tras fríos muros de hormigón.